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This content is only available in Spanish. You can read its automatic translation by clicking here.La otra epidemia
Nadie sabe de dónde vino. Algunos dicen que de Francia. En realidad, poco se conoce con certeza de su vida, pero la ciudad aún le recuerda. Y eso que ya han pasado muchos, muchos años.
OCURRIÓ en el tiempo en el que la peste asolaba las ciudades. Un brote se declaró en la calle Argenteria y, para que no se expandiera, sus vecinos debieron guardar cuarentena. La calle, corta y estrecha, fue cerrada en sus extremos mediante cañas. Los vecinos, temerosos, tampoco salían de sus casas, consumiendo sus días entre el miedo y el aburrimiento.
Y entonces, apareció él, el Tarlà. Era un joven que, incansable, se pasaba el día haciendo acrobacias y cabriolas entre los balcones para divertir a niños y mayores. No perdió el humor ni las ganas de fiesta durante toda la cuarentena, consiguiendo hacerla más llevadera para todos los que la padecían.
Después, no está claro qué ocurrió. Hay quien dice que se contagió de la peste y murió. En otro final, más halagüeño, se enamora de la hija del pastelero y acaban casándose. En cualquiera de los casos, se trata de un final feliz: el de una vida cumplida, el de quien saca los pies del tiesto por hacer lo que cree que debe de hacer y con ello cambia la existencia de quienes le rodean.
Por eso, a día de hoy, la ciudad todavía le recuerda. Cada abril, el sábado antes de Sant Jordi, un muñeco vestido de bufón se cuelga entre dos balcones de la Argenteria. Mediante una rueda se da vueltas a la barra a la que se sujeta, de modo que otra vez el barrio vuelve disfrutar de sus cabriolas. Los niños pueden subir al balcón y darle vueltas ellos mismos. A veces, sube algún forzudo que le da con demasiado impetú y una bota sale despedida hacia la farmacia... todo es posible con el Tarlà.
La tradición se ha mantenido desde tiempos inmemoriales. Tal vez este abril sea el primero en siglos en que no se va a colgar el Tarlà. Y viendo como están las cosas, tal vez, si apareciera un Tarlá de carne y hueso, serían los propios vecinos los que le denunciarían. Porque si vivimos estos días entre el temor y la claustrofobia, más triste aún resulta ver a ese nuevo cuerpo de policía que ha surgido en los balcones. Es implacable y no atiende a razones. Igual insulta a una persona que anda por la acera (tal vez uno de los médicos a los que luego se aplaude a las ocho, volviendo del hospital), que escupe a una niña por no estar en su casa (sin pararse a pensar que quizás tiene autismo y que le está permitido salir a la calle).
Las redes también se convierten estos días en estercoleros donde policías del pensamiento señalan de qué se puede hablar y de qué no. Si se cuestiona que desde que se declaró el estado de alarma nadie haya tenido en cuenta las necesidades de las criaturas, te ponen de irresponsable para arriba. Compartir un artículo sobre el confinamiento en otros países, donde no solo se permite salir a hacer deporte sino que se aconseja para mejorar el sistema inmunitario, puede implicar que alguien te eche una charla sobre la locura que sería permitir algo así en la patria del Lazarillo de Tormes...
Pero frente a esta epidemia de miedo y censura, surgen también experiencias esperanzadoras. Vecinas que después de años viviendo pared con pared, por fin se conocen. Redes de ayuda que hacen la compra a los mayores. Muchas personas también se están dando cuenta de todo lo que sobraba en sus vidas, de que estos días, sin atascos y sin mil distracciones, están menos estresadas a pesar de estar confinadas.
¿Quiénes seremos cuando por fin podamos salir otra vez por la puerta más allá del contenedor de basura? ¿Tarlàs o cazarrecompensas? ¿Indigentes incluso de dignidad o ricos en empatía, habiendo sido capaces de ver todo lo que tras una vida cotidiana absurda se nos ocultaba?
De nosotr@s depende.