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¿Prohibir los videojuegos?
La decisión de China de limitar el tiempo que los menores pueden jugar online ha vuelto a reavivar el debate sobre si este tipo de prohibiciones son o no acertadas.
David Goerlitz, el guaperas que protagonizaba los anuncios de Winston, no se podía imaginar la sorpresa que le esperaba cuando acudió a una reunión con los ejecutivos de la empresa. Al sacar una cajetilla de tabaco y ofrecer a los capitostes, uno de ellos le respondió: Nosotros no fumamos esa mierda. Solo la vendemos. Reservamos el derecho de fumar a los jóvenes, los pobres, los negros y los estúpidos.
Esta respuesta hizo que al modelo se le cayera la venda. Al poco tiempo dejaba su muy bien pagado empleo para dedicarse a dar charlas en los institutos sobre lo que escondían esos anuncios protagonizados por rudos hombres de acción. Su propia salud ya había sufrido las consecuencias de ser un fumador empedernido: ya había sufrido un accidente cardiovascular y había perdido el sentido del gusto, aunque su adicción le había llevado a minusvalorar estos problemas.
Su activismo, comparado a las campañas de publicidad de una multinacional, debió tener un alcance muy limitado. Pero puedo imaginar que muchos adolescentes, que tal vez se habían iniciado en el tabaco queriendo parecer tan viriles y atléticos como los protagonistas de los anuncios, se quedaran de una pieza al saber que el hombre Winston era en realidad incapaz de dar una carrerita sin ahogarse.
Pienso en todo esto al hilo de la polémica desatada por la decisión del gobierno chino de prohibir los videojuegos en modo barra libre. A partir de ahora, los menores solo podrán jugar un máximo de tres horas a la semana, repartidas entre viernes, sábado y domingo. Los preocupantes datos de adicción entre los adolescentes han llevado a tomar esta decisión tan drástica, pero ¿ha sido la más acertada? ¿Qué pasara cuando estos jóvenes cumplan los 18 años? Habrán crecido sin herramientas para ser capaces de jugar un rato y poder parar por decisión propia, y los videojuegos tendrán para ellos el morbo añadido de lo prohibido. ¿Qué harán entonces las autoridades, tirar otra vez la pelota un poco más adelante, extendiendo la prohibición x años más?
¿No habría sido más útil explicarles los mecanismos que los videojuegos, como las redes, explotan para crear adicción? ¿Por qué los estudian quienes diseñan videojuegos pero no los maestros? ¿Qué pensarían los chavales si descubrieran que los ejecutivos de Sillicon Valley llevan a sus hijos a escuelas sin pantallas, que incluso prohiben a las niñeras usar el móvil mientras están con sus criaturas? ¿No habrían reaccionado como el hombre Winston?
Pero además de esto, haría falta reflexionar sobre por qué se produce esta adicción. Por qué, con lo ancho que es el mundo, hay críos que pueden pasarse horas delante de una pantalla totalmente abducidos. ¿Tal vez porque viven en ciudades donde no hay lugares para jugar? ¿O porque en la escuela no aprenden nada que les interese lo más mínimo y cuando salen de allí solo quieren desconectar? ¿O quizás porque en un videojuego es más fácil enfrentarse a los monstruos que en la vida real? ¿No influirá también que nos ven a los adultos todo el día con el móvil? Sería necesario pararse a pensar si nuestras sociedades desengañadas, donde prima lo individual y la competitividad del sálvese quien pueda, no son el caldo de cultivo perfecto para cualquier tipo de adicciones. Pero evidentemente, es más sencillo prohibir que revisar nuestros cimientos y buscar alternativas.