Faroles al anochecer
Luz compartida en mitad de la noche

Mucho antes de que existiera la pedagogía Waldorf, en los pueblos de Alemania, Suiza y Austria ya se realizaban procesiones de farolillos alrededor dell 11 de noviembre, festividad de San Martín de Tours. La historia cuenta que este soldado compartió su capa con un mendigo en una noche helada, un gesto simple que con el tiempo se convirtió en símbolo de generosidad.

Las familias salían al anochecer con faroles caseros, cantando mientras caminaban juntas por las calles del pueblo. Aquellas luces pequeñas no eran solo un símbolo religioso, sino también una manera comunitaria de acompañar el paso hacia los días más cortos y fríos del invierno, de recordarse mutuamente que el calor humano puede vencer la oscuridad.

Si retrocedemos aún más, hay rastros de celebraciones precristianas que marcaban el paso de la luz otoñal hacia el recogimiento del invierno. En esos rituales, la luz era una promesa: una presencia protectora cuando el mundo se volvía más frío y silencioso.

El valor de los rituales

Hoy vivimos en una época acelerada, llena de estímulos que a menudo van en contra del ritmo que necesita la infancia. En la pedagogía Waldorf, los rituales son un ancla. Ayudan a marcar el tiempo, a dar un sentido y a ofrecer puntos de referencia en un mundo cambiante.

Las fiestas estacionales permiten a los niños sentir —no solo entender— el paso del año. Para ellos, el tiempo es algo muy abstracto, y celebrar cada estación les da una experiencia concreta: la cosecha, la luz, la renovación, el descanso. Son hitos que crean sentido y comunidad.

En otoño, la Fiesta de los Faroles hace visible algo profundo: que el entorno cambia, y que nosotros también podemos responder con una actitud consciente y creativa. Durante los días previos, cada niño construye su farol. Es un momento esperado: elegir el color del papel, oler la cera, pegar con cuidado las piezas. Y cuando finalmente llega la tarde de San Martín, cada uno enciende su luz y la sostiene con orgullo.

El significado Waldorf: la luz que se enciende por dentro

Rudolf Steiner hablaba de la importancia de cultivar en el niño la percepción de lo bello y lo significativo, especialmente en los momentos del año que invitan a la introspección.

El farol Waldorf no es solo un objeto, sino también un símbolo:

Representa la fuerza interior que sigue brillando incluso en la oscuridad.
La voluntad que despierta, porque la llama necesita cuidado.
La responsabilidad libre: cada niño, cada niña, lleva su propia luz, y la mantiene viva.
Y también la unión, porque muchas luces juntas transforman la noche.

El farol no es un simple trabajo manual. Es una experiencia completa: preparar la luz, protegerla, y sentirla propia. De algún modo, es como si el gesto de encender una vela encendiera también algo dentro. El otoño es tiempo de recogimiento y de cultivar nuestra luz interior que nos alumbrará en los tiempos oscuros.

Una constelación humana en la noche

Cuando cae la tarde, la comunidad se reúne. Los faroles, encendidos uno a uno, comienzan a formar un pequeño río de luz en un paseo compartido. No hay prisa ni espectáculo: solo un caminar sereno, donde cada niño sostiene con orgullo y delicadeza su farol. Y ese gesto se convierte en un recordatorio para todos de la necesidad de cultivar la luz interior para poder iluminar el propio camino, y a la vez formar parte de una constelación humana más grande. De que incluso una pequeña llama basta para transformar la oscuridad y cada niño, cada persona, es portadora de una luz que puede compartir.