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"Me llamo André, soy un niño, no como caramelos y no voy al cole". De esta manera se presentaba André Stern cuando tenía cuatro años. Algunas décadas después, confiesa que en su vida han cambiado muy pocas cosas y que sigue dedicándose, fundamentalmente, a jugar y a ver la vida desde el otro lado del espejo, adonde intenta llevar durante un rato a quienes le escuchan.
ALMUDENA GARCÍA | 2015-06-10 | TAGS educación formal, escolarización obligatoria, no directivismo, homeschooling, juego | CC BY-NC-SA
André Stern nunca fue escolarizado. Sus padres, Michèle y Arno Stern, tomaron esta decisión no porque estuvieran en contra de la escuela, sino porque estaban a favor de dejar florecer las disposiciones espontáneas del niño. Su experiencia se ha convertido en un ejemplo que a menudo se utiliza para defender el homeschooling, ya que el niño que no comía caramelos se convirtió en un adulto feliz y polifacético, que ha cultivado con éxito varias de sus pasiones: la escritura, el teatro, la construcción de guitarras... además habla varios idiomas y es continuamente requerido desde los lugares más dispares del mundo para que explique sus vivencias.
Y sin embargo, André no se cree un superdotado, ni defiende la educación en casa (reniega tanto del home, como del schooling), ni piensa que su caso sea excepcional. Soy banal: si ponéis un hueso de mango en agua, saldrán raices y ramas. Nadie dirá que es superdotado. En la naturaleza del niño también está crecer y aprender, el problema es que no se confía en estas capacidades innatas. Todos los niños vivirían algo así en circunstancias como las suyas ya que, según opina, traemos de serie un equipamiento increíble:
La pasión por el juego
Jugar es una disposición innata, es lo primero que hace un niño en cuanto puede y a la vez, es el mejor dispositivo que existe para aprender, como ya intuyeron pedagogos como Montessori y ahora ha confirmado la neurociencia.
A pesar de ello, nuestra sociedad ha conseguido algo increíble: separar el juego del aprendizaje, cuando para los niños, son sinónimos. Ahora los hemos convertido en opuestos basándonos en una absurda escala de seriedad, según la cual, jugar no es aprender, sino divertirse. Por eso, aprender ya no es una actividad placentera.
Y sin embargo, el juego es el interfaz entre la realidad y la fantasía. Es nuestro jugo gástrico intelectual. Nuestra única forma de vivir y revivir situaciones que son peligrosas desde la seguridad de que lo estamos simulando, porque no es la realidad. Lo mismo que un piloto en un simulador de vuelo. El juego es nuestra última libertad.
Esta libertad no nos la han quitado, sino que la han desvalorizado a nuestros propios ojos. Por eso, es de nosotros de quien depende sacudirnos los prejuicios de la mirada para volver a darle su valor.
El entusiasmo como abono
Durante mucho tiempo, diversas teorías defendieron que la inteligencia dependía fundamentalmente de la genética. Como si a cada individuo le tocara en suerte haber nacido más o menos listo y poco pudiera hacer por cambiarlo.
Hoy, sin embargo, sabemos que esto no es así: el cerebro es más plástico de lo que se creía y, como un músculo, puede desarrollarse dependiendo de como lo empleemos. Se ha comprobado, por ejemplo, que la zona del cerebro encargada del movimiento de los pulgares está más desarrollada en los jóvenes de ahora que en los de hace años. De nuevo la neurociencia ha venido a demostrar lo que antes fueron intuiciones.
El cerebro, sin embargo, no se desarrolla en cualquier circunstancia: requiere como abono el entusiasmo, una disposición que también es innata, pero que a menudo se menosprecia.
En el cerebro de un niño de tres años, cada 2-3 minutos hay una tormenta de entusiasmo: se entusiasman todo el tiempo y por todo, sin establecer jerarquías.
Los adultos se entusiasman una media de tres veces al año -o sea, que si tú te entusiasmas más, piensa que eso significa que hay otros que se entusiasman aún menos... No es que sea algo que se pierde con la edad, en realidad es un recurso ilimitado: cuanto más entusiasmo utilizamos, de más disponemos. Tenemos ese genio dentro, pero para que aflore, necesitamos librarnos de nuestros prejuicios y nuestra forma de categorizar todo. Mirar el mundo con una mirada más limpia, abandonando las jerarquías con las que nos acercamos a los distintos empleos, materias... los niños no las conocen. Tienen el mismo entusiasmo por los limpiadores de ventanas que por los astronautas.
Los adultos se entusiasman una media de tres veces al año -o sea, que si tú te entusiasmas más, piensa que eso significa que hay otros que se entusiasman aún menos... No es que sea algo que se pierde con la edad, en realidad es un recurso ilimitado: cuanto más entusiasmo utilizamos, de más disponemos. Tenemos ese genio dentro, pero para que aflore, necesitamos librarnos de nuestros prejuicios y nuestra forma de categorizar todo. Mirar el mundo con una mirada más limpia, abandonando las jerarquías con las que nos acercamos a los distintos empleos, materias... los niños no las conocen. Tienen el mismo entusiasmo por los limpiadores de ventanas que por los astronautas.
Sin prejuicios
¿Cómo educar a los niños? se pregunta la sociedad, cuando en realidad la pregunta sería ¿Qué podemos aprender nosotros de los niños? En apertura, los niños son auténticos maestros: van hacia los demás sin ningún prejuicio, sin racismo, ni sexismo, ni clasismo. No necesitan aprender la tolerancia, porque no son intolerantes. Gracias a las diferencias llegamos a sitios a donde no llegariamos solos.
André confiesa, por ejemplo, que a él le da pavor trepar a los árboles, pero su hijo aprendió de otros a hacerlo y ahora le encanta. Quedándose en casa, sin relacionarse con otros, sólo habría tenido la visión de su padre.
Hacia el ancho mundo
Stern afirma que para un niño, lo peor sería quedarse en su casa encerrado con sus padres. No fue esta su experiencia, ya que creció en un medio rico, relacionándose con personas de diferentes edades y con diferentes intereses.
Sin embargo, lo habitual es clasificar a los niños por edades, cuando la realidad es que lo que nos une a nuestros amigos son los intereses comunes y dentro de esto, la diferencia que puede aportar cada uno.
Por eso, agrupar por edades es absurdo. Lo mismo que agrupar por barrio. O hacerles aprender los mismos conocimientos en el mismo momento; esto sólo consigue que los niños se comparen y que caigan en ideas tipo si sé más que tú, no tengo nada que aprender de ti y viceversa. Aprenden así la competitividad, la peor forma de relación entre las personas.
Los adultos asentimos, pero a la vez que recelamos Ir al ancho mundo sí, pero... y este sí, pero... es la frase que hace nuestros sueños imposibles. Cuando se va hacia lo imposible, se encuentra. Mientras que cuando miramos el mundo con anteojeras, podemos tener lo increíble al lado, que no lo veremos.
Cuenta cuantas de las personas que llevan camiseta blanca se pasan la pelota en el video
André explica que un día su hijo Antonelle recibió como regalo una cosechadora. No sabía muy bien lo que era, así que le pusieron un video. Le entusiasmó tanto que se pasó el resto del invierno jugando con ella. El verano siguiente, yendo por el campo, vieron una cosechadora enorme. Se pararon a verla trabajar, hasta que la cosechadora comenzó a avanzar hacia ellos. El conductor bajó e invitó al niño a subir. Antonelle estaba entusiasmado, pero el conductor, más. Llevaba cinco días aquí y aún nadie me había mirado, les confesó. El niño no sólo le había visto, sino que le admiraba. Al acabar, el conductor le enseñó un puñado de trigo al niño, diciéndole con emoción esto será pan, es sagrado.
Este es el efecto que causa el niño que va hacia el inmenso mundo: cambia todo para él, cambia todo para las personas hacia las que va. En la disposición natural del niño hay interés, profundidad, constancia y seriedad. Antonelle no es un niño extraordinario. Es, simplemente, un niño al que se ha dejado ser niño -algo cada vez más difícil de encontrar.
Si la familia se hubiera quedado en casa, si no se hubiera detenido a contemplar lo que había entusiasmado al niño, nunca habría vivido esta experiencia. Ya ni nos damos cuenta, pero siempre estamos con el sí, pero..., que nos mantiene al mundo. En lugar de ello, pretendemos desligar el aprendizaje de la vida. André conoció a los 23 años al luthier que cambió su vida. No empezó explicándole mira, esto es madera, viene de los árboles, que están en el bosque... con esa voz condescendiente con la que hablamos a los niños. En lugar de eso, le recibió diciéndole puedo mostrártelo todo, pero no te puedo enseñar nada. Y así fue. Stern aprendió el oficio de luthier observando y haciendo... ¿por qué tratamos a los niños de otra manera? Los niños quieren tener su papel en el mundo. Al tratarles de forma diferente, les estamos haciendo sentir como otro grupo de personas, se dan cuenta de que entre nosotros no hablamos de este modo, se sienten excluidos.
Al otro lado del espejo
Todos tenemos una nostalgia: el apego. Durante 9 meses vivimos el apego más fuerte que puede vivirse con otro ser humano. El apego como factor de dependencia, gracias al cual, hemos podido crecer cada día hacía la autonomía. La sociedad defiende lo opuesto: propone forzar al niño hacia la autonomia, sacarlo del nido. Dejar a los niños llorar para que se vuelvan autónomos.
Como reacción a esto, muchos padres se vuelven excesivamente protectores. Aislan a los niños de un mundo que no les gusta, llevan a cabo sacrificios como dejar sus trabajos para dedicarse integramente a sus hijos... Stern explica que esta actitud no era la de sus padres y aconseja: Si quieres tener niños felices, no renuncies a tu vida. Si quieres tener niños felices, que vean la felicidad en ti.
André finaliza insistiendo en que no quiere ir en contra ni a favor de nada, sólo exponer su experiencia, hacer reflexionar sobre lo que nos constituye, sobre el equipamiento de serie con el que nacemos y que es la base de una vida plena. Traernos, al menos durante lo que dura una charla, del otro lado del espejo -de nosotros dependerá quedarnos o no un ratito más.
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