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En un tiempo en que escuelas y métodos compiten entre sí por ver cuál prepara mejor a sus alumnos, cabe pararse a pensar sobre qué significa preparar y para qué preparamos.
Hoy se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente. Los que trabajamos delante del ordenador lo celebramos retuiteando noticias sobre el cambio climático y la contaminación. Uno de los tweets que he visto resume muy bien el momento que estamos viviendo. Muestra un vaso de agua sucia y se pregunta por qué no beberíamos eso, y sin embargo, nos resignamos cada día a respirar aire aún más puerco.
Si bebes entre 2 y 3 litros de agua al día y no te beberías el agua de este vaso...
— Sera Huertas (@reverdeconcausa) June 3, 2019
¿Porqué no te indigna respirar diariamente entre 7.000 y 8.000 litros de aire contaminado?#SinContaminaciónDelAire#DiaMundialDelMedioAmbiente pic.twitter.com/KdpD6YchfU
Luego, en otro tweet una cadena de hipermercados sacaba pecho porque ahora puedes descargarte una app y marcar ahí la opción de que no te den kilómetros de vales descuento cada vez que haces la compra. Como no tengo smartphone, les sugiero que lo hagan más fácil, que por defecto no den toda esa morralla que en la mayoría de los casos acaba en la basura... Por no hablar de la huella ecológica que genera internet: un email puede parecer una opción muy ecológica frente a una carta, pero todo lo que generamos, queda almacenado (incluso si lo borramos) en "la nube", que no es otra cosa que servidores que consumen electricidad. Y mucha. Todas nuestras acciones generan un impacto.
El jainismo defiende el respeto por todo lo que nos rodea, incluyendo los seres microscópicos y los insectos. Los monjes, al andar, van barriendo con una escoba el suelo por el que van a pisar para no aplastar por accidente a ningún ser vivo que no hayan podido ver. Pero tal vez no haga falta llegar a estos extremos. Bastaría con ser más conscientes de lo que hacemos, con hacer un uso más responsable de los recursos. Y para eso, es necesaria una educación medioambiental que no se limite a un día ni a buenas palabras. Es necesario enseñar a ver lo invisible. Porque si no, nos podemos creer que el super del que hablaba antes se preocupa realmente por el medio ambiente, o que como decía aquel señor indignado con las restricciones de tráfico, la contaminación no existe, porque total, no se ve... Y es verdad, cuando estás dentro, el cielo de Madrid parece el más hermoso del mundo, pero basta alejarse unos kilómetros, para ver que sus habitantes viven bajo una especie de seta nuclear. ¿No debería ser este uno de los fines de la educación, enseñarnos a tomar distancia para poder ver lo que no queda claro a primera vista? La educación es el mejor antídoto contra la plaga del cuñadismo.
Y seguimos con los supers
Hay libros que son el Aleph. Para mi, uno de ellos sigue siendo El Principito, por más sobadas que estén algunas de sus frases. Es curioso que les encante a las personas mayores, incapaces ya de hablar de serpientes que se tragan elefantes. Tal vez es eso: nos recuerda algo que fuimos, una vida posible que fue abortada por el camino.
Ayer, mientras hacia la compra y echaba al carrito una hierbabuena, recordé cuando ir a por plantas era para mi todo un ritual. Pasear hasta el vivero -que era un jardín fantástico en medio de la ciudad-, elegir cuidadosamente las macetas que me llevaría, recibir consejos sobre como cuidarlas...
Un verano lejano fui a Londres a visitar a una amiga y vi que vendían ramos de flores en el super. Estaban ahí, al lado de la caja, como las pilas o los caramelos, a ver si caían. Por San Valentín -me explicó mi amiga- su número se multiplicaba. Eran una ganga, pero adquirirlos así les robaba su aura: ya no se diferenciaban mucho de un pack de yogures indivisible. Tal vez incluso llevarían fecha de caducidad.
La hierbabuena avanzando por la cinta de la caja me recordó esta aberración. Volví a casa y releí la historia del zorro del principito:
- No tengo mucho tiempo. He de buscarme amigos y conocer muchas cosas.
- Solo se conocen bien las cosas si las domesticamos -dijo el zorro-. Los hombres no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos.1
Vivimos en un planeta de reyes que nos quieren súbditos, de emprendedores que venden cachitos de la luna (como diría el principito, es algo hasta poético, pero muy poco serio), de vanidosos que hablan para ser escuchados, nunca para escuchar... Todo esto genera un alboroto constante, amplificado ahora por las redes, en el que resulta muy difícil encontrar la calma que requiere darse cuenta de lo que de verdad merece la pena.
Por eso, ahora es más importante que nunca que la escuela constituya un oasis en medio de tanto ruido, donde poder aprender el valor de lo que las personas mayores creen que no sirve para nada. De la naturaleza, de los libros sobre mundos inventados, de las lenguas que no sirven para trabajar de camareros, de la historia que no quedó escrita, porque no es la de los vencedores.
En la actualidad, cuando incluso escuelas que se dicen alternativas lo que venden es que sus alumno saldrán de allí perfectamente preparados para ese futuro del que nadie sabe nada, es necesario reivindicar una educación más pausada, una escuela en la que sea posible "perder" el tiempo. Desarrollar el sentido crítico (algo que solo es posible con conocimientos), tener también espacio para elaborar las propias respuestas. Renunciar a esos curriculums hipertrofiados que tocan tantos temas que solo pueden hacerlo de una manera superficial. Porque, ¿no ha sido nuestro afán por aprovecharlo el que nos ha llevado a estas vidas en que nos limitamos a trabajar de lunes a viernes y el sábado hacer la compra? Parafraseando a Bergamín, estamos perdiendo la vida de tanto querer ganarla.
1. SAINT-EXUPERY, A. (1968), El principito. Fernández Editores, México D.F. (traducción de Manuel Alba Bauzano)